17 de marzo de 2014
7 de marzo de 2001.
El colchón es delgado y áspero. Lo sé porque estoy tumbado en él. Un rayo de sol penetra la
ventana y deja un rastro rubio en la pared.
Los muelles del colchón parecen sus costillas.
De algún modo me siento absurdo y descontextualizado, pero esa tragedia ocurre una única
décima de segundo, hasta que mi cuerpo se agranda y apodera del espacio.
Ahora suena un timbre, el timbre habla con los pies, los pies con las zapatillas, las zapatillas
discuten con la moqueta de fibras.
De golpe entra otra mujer sudamericana y va directa hacia mí. Es mucho más redonda que la
primera, también más alta.
Estamos solos ella y yo.
Entra una española rubia, delgada y con acné. Estamos solos ella y yo.
Entra una española morena, muy joven. Tiene los pechos enormes y asimétricos, se inclina
hacia mi y me dice monada. Estamos solos ella y yo.
En otra habitación, en otro barrio, estoy tumbado boca arriba sin ropa y una señora que ya no
cumplirá los cincuenta me masajea los muslos. Al llegar me ha mirado sorprendida, ha hecho
una extraña mueca y me ha pedido el carnet de identidad.
Tienes una piel preciosa, dice luego más tranquila. Tu cuerpo todavía no está formado.
Le pregunto si puedo tocar bajo sus bragas.
Dice que sí.
En el mismo momento en otra habitación, en otro barrio, la española con acné se tumba junto
a mí y me pregunta qué busco, qué tipo de chica, qué tipo de chica tengo en mente.
Voz aguda, dice: aquí somos muchas, seguro que encuentras una a tu gusto.
Le digo que ella no está mal, miento, le digo que no necesito ver a ninguna otra.
La española con acné se echa hacia atrás. Sonríe. Tiene poco pelo, ojos azules y probablemente esté
bajo tratamiento de cortisona, oxicodona, celecoxib o derivados. Tiene ronchas rojizas en las
mejillas, en el mentón y el cuello.
Has venido del trabajo.
Sí.
Para cambiar las ideas.
Sí.
En la misma habitación estamos solos la sudamericana y yo.
Luce una trama de puntos desde el ombligo hasta el coño, como si hubieran tenido que sacarle algo,
como si una parte de ella se hubiese quedado en otro lugar. Creo escuchar un bebé pero al examinar
detenidamente su cremallera borrosa pienso que lo más probable es que el bebé se haya quedado en silencio.
La española morena me pregunta cómo quiero acabar y yo le digo que mejor se concentre en empezar bien.
Cuando se queda en topless sus pechos aparecen hinchados de venas como la luna delantera de un automóvil
siniestrado. Uno es un globo magenta y mazico, el otro una extraña bolsa de agua caliente.
Cuando me besa es extraño, estoy completamente dentro de su boca, con la lengua tratando de cazar
la suya, pero después de un rato es como si su lengua cazase la ausencia de la mía. Descompasado, triste
y solitario.
Unos segundos antes pienso en esas chicas tumbado sobre el colchón. Pienso en mí. Algunas sentirán tanto
amor contra el paladar, me digo, otras en las palmas de las manos, un amor que nace y muere sucesivamente,
un sucedáneo cuyo único objetivo es olvidar el verdadero amor.
En ese mismo instante una joven preciosa se sienta junto a mi.
Has venido del trabajo.
Sí.
A cambiar las ideas.
Sí.
A relajarte un rato.
Eso.
Estoy nerviosa, dice.
Y yo.
Hace sólo dos días no te hubiese conocido.
Hace sólo dos días los dos estábamos en cualquier otro lugar.
Y ahora estamos aquí.
Sí.
La chica se tumba y yo me tumbo y hay señales pintadas en el suelo y un cartel que dice “no más
de quince minutos” y ella parece aterrada y no hay tiempo para enigmas, hipótesis o excusas; se
queda allí sin hacer nada mientras los edificios se mueven a nuestro alrededor, y las personas, los
perros -en especial los caniches- y también las macetas de los balcones giran; nuestros dos cuerpos
son el eje, el suyo inexpugnable, no es un oscuro merendero ni una hipérbole, no es una anatomía
dislocada, ya lo he dicho, no es una cita a ciegas, no es una dentadura, es una boca, no es una maraña
de huesos, es un pijama, no es una actriz cojonuda, no está entregada de pe a pa a su trabajo, ni siquiera
a este único y dilatado instante, es un manifiesto feminista más que una máquina expendedora; su cuerpo
apenas tiene automatismos, tampoco huellas ni abismos a la vista. Murmuramos en un tono uniforme y
entonces ella vacila, urde un plan que plantea la posibilidad de evadirse del ‘proyecto’, empieza a formularlo y se derrumba.
No sé cómo voy a sentirme cuando termine esto, dice.
Yo sí.
5 de marzo de 2014
Estamos tumbados en la cama. Acabas de decir que somos iguales, parecidos, que no somos tan diferentes, vaya. A continuación nombras una escalera. Miras hacia arriba. Lo dices dos o tres veces. Dices “todas las noches al acostarme veo ese ventilador lleno de polvo”. Asiento. No añado nada más. No sería oportuno decir que al acostarme, yo, noche tras noche, ni siquiera soy capaz de verte a ti.
13 de febrero de 2014
A mi madre le hicieron unas
placas anoche,
demasiado
rápido y confuso,
mil novecientos noventa y dos
y en una sala de
espera
sus hermanos barajan opciones remotas,
la eme mayúscula invasora,
la eme intrusa,
mamá,
meten los dedos en sus bocas
y sacan una masa sólida de
peanuts,
luego besan a sus hijos,
a sus mujeres, jóvenes,
besan sus sortijas hasta iluminar un punto desigual en la
epidermis,
creen perder el control y ponerse a llorar, pero
ninguna emoción mueve los hilos de su
rostro.
Entonces piden perdón
te piden perdón,
mi padre ha cocinado una tortilla incomible
que luego echaremos todos por el
váter, tú
te has remangado la ropa de
hospital, mamá, evitas los
ojos, pareces como en trance leyendo una revista, luz eléctrica,
goteros,
tu hermano pequeño toma la palabra,
no es un permiso de fin de semana, dice, pero no durará mucho,
¿ella?, pregunta otro
ella no, el miedo,
cómo lo sabes
porque siempre ha sido así, porque ninguno de nosotros se ha ido de repente,
y qué dices de papá
lo de papá fue distinto
sabes
en su película papá sigue vivo
en su película te fuiste tú o
yo o algún desconocido,
mi padre sirve ahora un caldo congelado
grumos de grasa como jodidos
icebergs,
un día gesticuló con su cuchillo de caza,
tenía la cara
pintada como un
indio, había bebido
seguramente,
dijo que lo suyo era atrapar
el alimento nunca
cocinarlo, un
sacerdote pasa de largo sin
hablar de ti,
mamá,
habla de otro paciente dice:
“no podemos negar que el Final
hace el trabajo con suma
delicadeza”.
En unos años tu hermano (el mayor) pasará por lo
mismo, agarrará la escopeta
escaleras
abajo,
sus perros lamiendo el asfalto, se sentará a
esperar. Cincuenta años después
(cuando otra muerte lo empuje hasta la madriguera) alguien dirá que fue su Taramales
el fiel,
su Taramales,
que la cabeza jaspeada de aquella criatura mostró dientes y
encías,
que se enfrentaron,
que tu hermano de golpe consintió ser mordido,
que la fiera moteada coló serrucho en
brecha,
que Taramales
se introdujo tan hondo como pudo,
que estuvo comiendo alacranes
en la bandeja de
clavículas,
que se marchó llorando monte
arriba. Alguien dirá también
que en la boca llevaba dioses de
petróleo.
Mamá, vamos a suponer
que tu doctor no estaba
loco cuando te cubrió el rostro con la
sábana,
que no estaba chiflado cuando te
dijo: “señora no se mueva”
“las escenas que veo nunca se repiten”
“en un cuarto de hora volverá a estar a salvo”.
Tus pies no pararían de temblar.
Preguntó a la enfermera la hora de la muerte
el segundo exacto escrito en un informe.
Era tan joven, comentó él.
Con cuatro niños, respondió ella.
(Sobreactuaban.)
A los cinco minutos te descubrieron el rostro,
te preguntaron si podías atarte los cordones tú
misma, si necesitabas un taxi para volver a
casa.
28 de enero de 2014
en la bañera las noches
pensando en ti, siento la piel -¿cómo diría?-
tensa,
si tus ojos me vieran sin control
parental
jurarías que soy un superhéroe.
20 de enero de 2014
Es la chica, otra vez. Parece que se haya cortado el pelo ella misma. Hemos cerrado la puerta y
de golpe no quiero que entre Laura, quiero que nos deje solos. De golpe no quiero que Laura
sepa que he venido, que estoy aquí, que ella y yo nos hemos conocido, que ella y yo nos hemos
hablado. No quiero que Laura sepa que me he dado cuenta de que ella misma se ha cortado el pelo.
El suelo de la habitación está lleno de ropa, cosas que parecen tiradas al azar. Cuesta creer
que todas sean suyas.
En el fondo de mí mismo sé que algo va a salir mal. Que Laura va a entrar, que va a descubrir
algo, que va a haber una fuerte discusión y todo se va a terminar allí.
Miro su colección de discos en el otro extremo de la habitación. Ella duerme casi desnuda sobre
la cama. Si quisiera podría ver la cuesta abajo de sus nalgas, la palidez repetitiva de su cuerpo.
Ahora me muevo muy despacio y algo me dice que no debo mirar. Algo me dice que sería estúpido
no hacerlo.
- ¿Has visto lo que me hice en el gimnasio?
Se baja el mini short con una mano y con la otra levanta la camiseta hasta el cuello.
- ¿Cómo te has hecho eso?, pregunto.
Ahora sus ojos están sobre los míos.
Hablamos.
Por fin me besa y siento que es un beso de Laura que se ha desviado y ha venido a parar a
mi boca. Me produce una sensación tan extraña que me alejo de ella y espero unos instantes
a que desaparezca.
Ha pasado gran parte de la noche y apenas hablamos.
En un momento dado ella ha querido saber si estaba deprimido y simplemente he respondido
que no. Luego me ha dicho que es buena adivinando esas cosas. Por ejemplo, dice, antes te he
visto sonreir y la sonrisa apenas se ha movido de tu boca, como atrapada -hace una mueca
ridícula- incapaz de viajar más lejos.
- ¿Te has fijado alguna vez en la sonrisa de los niños?
Digo que sí.
- Siempre viaja más lejos, incluso puedes sentirla en las costillas o en el cerebro
de la gente, como si fuera una promesa.
Ahora fuma apoyada contra la ventana y yo miro la cubierta de un libro que creo que es
mío, que estoy seguro que es mío, apostaría cualquier cosa a que si hojeo sus páginas encontraré
mi firma en algún sitio.
Nos llegan sonidos del cuarto de Laura.
- ¿A qué hora se va a trabajar?, pregunta.
- Hacia las nueve.
- Sólo quedan dos horas, dice.
Se termina el cigarro, se desarma el pantalón y el sujetador y se mete en la cama. Me mira de golpe.
- ¿Todavía sigues aquí?
He abierto las cortinas dejando entrar la luz. Su habitación y toda la casa están en la primera planta
y los semáforos apuntan a lugares desiertos y demasiado comunes. Unos pocos transeúntes rozan la
ventana, pegados a la calzada como si gateasen.
El aire es denso.
Paladeo en la boca un sabor a final.
Calculo el salto.
Ella permanece sentada en la cama, dándome la espalda.
La voz de Laura se escucha en el salón. Yo me siento en la repisa y me balanceo.
Ella sigue sin decir nada.
Me suelto.
El tiempo de caída es más largo de lo que pensaba. Me quedo esperando en el aire mientras caigo.
Pero no me da miedo. El miedo y cada cosa que considero importante se han quedado de espaldas
en esa habitación.
10 de enero de 2014
Texto: Guillermo Reparaz
Revista Joyce (Enero/Febrero 2014)
4 de enero de 2014
(Imagen: The Great Throwdini. GR)
Aquellos días locos
una gripe infecciosa te mantuvo en la cama
a medio gas.
Tabletas de pastillas hablaban en tus manos más de lo
debido.
El radiador fingía ser una piscina ascendente
sólo de ida. Moscas verdes sobrevolaban tu cuerpo sin descanso, algunas fibradas,
otras huesudas,
aunque me vieron cuidarte día y noche sus ojos de vinilo arquearon las cejas con
superioridad e imitaron el ruido de
cohetes en el
aire.
Tu respiración se hizo tan
valiosa que seguramente Dios crease tubos invisibles
para guardar el soplo y la
Memoria
del soplo.
En algunos momentos me sentí optimista y traté de animarte.
Como cuando te dije que en tu garganta, amor, el aire sería siempre un bucle
infinito. Luego temí que mis ecuaciones sobre el papel
pudieran avivar el hambre de aquel virus, así que regresé al garaje hasta caer la
noche. No recuerdo bien que sucedió primero: si recibimos tus resultados o yo firmé
la dichosa patente.
Lo cierto es que inventé una máquina que calculaba todo.
Un amasijo de hierros tan preciso -escribió un redactor de MondoGeek-
que el Gran Throwdini y sus cuchillos pasaban a la sección de
Variedades.
Eso me permitió saber, por ejemplo, que 6 países abandonarían la democracia antes de tu
desayuno o que 32 únicos astronautas (uzbecos todos)
veían hoy la Tierra del tamaño de un
ácaro. También
aprendí que los aludes se llevaron este mes a
7 monjas de rasgos
lemurianos,
que en nuestro tiempo juntos me dijiste ‘te quiero’ menos de
2 veces
que seguramente no siguiéramos juntos en primavera.
25 de diciembre de 2013

A mi jefa le encontraron un hombre en el cerebro
el perfecto ermitaño en masa blanca, sentado
en diez segundos de glaciar fundiente
con piernas cruzadas a sus
anchas como un elefante
sedado. Un tipo tan pequeño
-según el neurólogo-
que ocupaba un único país
del intelecto. Su soledad enfermiza le hacía
reclamar cosas imposibles: gatos hormonados como de telefilme
viejas pinturas costumbristas
ciudades satélite,
presencias.
En los momentos de mayor desesperanza
cogía un pico y una pala y cercenaba trocitos de cerebro.
Entonces los doctores ataban a mi jefa
para evitar destrozos
e inoculaban sustancias creativas junto a las
cervicales.
Del otro lado del cráneo un señor con bata blanca aparecía de golpe,
abrazaba al ermitaño, le decía:
- Jerónimo no estás solo, mira la pradera infinita
otros duermen allí seguramente, como los perros haciéndose los
muertos. Él enseguida reaccionaba
manso, cumpliendo paso a paso
las líneas de
prospecto.
Aceptaba los brazos de ese hombre
dejaba caer el pico y la pala, le
miraba de frente y le decía:
- Doctor, ¿por qué nadie duerme entonces haciendo el
vivo?
15 de diciembre de 2013
Poem: Guillermo Reparaz
BIG MAGAZINE 36 & Javier Vallhonrat
2002
7 de diciembre de 2013
Un instante
después (quizá otro
día o
semana) Valentín explicó
que Dios ejecutaba el truco de la
caja. Elegía
a alguien del público
te asaltaba en la calle
en la cama en las
duchas de la piscina
pública
caía sobre ti
tu
acompañante el centenar de
sumisos tumbados
en cabina
con
antifaz
Samsonite & tomate en la
solapa. Dios te
elegía
y entrabas
en la caja
sin otro pensamiento
que el de
agachar la frente
el morro de los
coches sus
babas de metal hacia el
abismo.
Al otro
lado Dios
estornudaba
inocente
una china con camiseta de los
Stones contenía la respiración en su nariz de
pelos,
el Señor D.
cerraba la caja
volteándola aprisa &
pronunciaba
vocablos en arameo
avanzado.
luego
el silencio posterior, la mano
inocente abriendo la
caja los
aplausos,
el niño, todos
incrédulos esperan
a que vuelvas
a más tardar después del corte publicitario
reparten bocadillos
“regresen a su
asiento”
el
verdadero milagro
ha de producirse
ahora o nunca.
Valentín diría que Dios era tan solo otro hombre embrutecido
con los ojos cada vez más
hinchados
pestañas en la
caja no
apareces.