7 de enero de 2017/ agosto de 2015
En otro orden de cosas decidí ser práctico con el dolor. Imaginarte embarazada me hizo pensar en huevos de tiburón. Esas bolsitas tensas y acorazadas que el mar distribuía por la orilla. Habías perdido tu cazadora en nuestra primera noche. Llegaste con la frente llena de pecas y entendí que tu cara tenía dos segundos trascendentales. La de Rachel Weisz tenía seis y la de Marilyn Monroe sólo uno. Me intrigaba tu voz ronca. Una palabra tras otra y el aliento se iba desenroscando como un carrete. Tuve una etapa de migrañas. La muchacha peruana de Médicos Sin Fronteras me preguntó por los puntitos al lado de los ojos. Me dijo son preciosos, como tatuajes. Le dije son petequias, muchacha. Le dije son capilares rotos de tanto vomitar. Tú siempre construías las muecas más graciosas. Ahora tu boca tenía la forma de una letra mal terminada, tal vez dos letras (seguramente una en horizontal). Aquella noche, antes de marcharme de casa, una patata de bolsa cayó en la bañera y comenzó a perder su disfraz industrial. Fue un proceso muy doloroso de ver. Tuvimos días buenos. Noches de países en reunificación. Yo decía que era un tiempo robado a nuestras vidas. Corríamos escaleras arriba y sentados en mi sofá nos alejábamos de la ciudad. Estábamos tú y yo, un abdomen tirante como el lomo de un pez, besos tan profundos que rozaban las gargantas. A veces nos sentíamos atacados por un extraño hipo infantil. Yo me colaba en ti como en un auto-stop impaciente. El nuestro siempre fue el triunfo sin intentos, K. Por las mañanas apenas me quedaban reflejos. Tampoco a la ciudad. Tan dormidos los dos que las bocas de los autobuses se acercaban demasiado a las personas. Mis seres queridos nunca sacaron el tema. En vez de preguntarme por mis sentimientos me hablaban de mi barba. De pequeña te habías rascado la frente. Tenías cicatrices como ausencias. Habías arrancado garbanzos microscópicos y sus esquirlas de luz me distraían. Algunos hombres y mujeres (en su escritura) eran más arquitectos que yo, más cerebrales. Yo trabajaba a tientas como un torpe escultor. Confundía a menudo el orden de las cosas y el desenfoque posterior me hacía narrar la realidad como en un periodismo del alma. Durante todos esos días nos fue imposible olvidar la existencia del otro, del tercero, de ÉL. Ni siquiera quisiste pronunciar su nombre. Durante nuestro tiempo juntos yo sólo conversé con la parte de ti que me quería. La otra mitad apenas se expresaba, se limitaba a mirarme con ojos vidriosos. Una tarde nos convertimos sin saberlo en adoradores de helados. Una noche recogimos perlitas de sangre en la base de mi pene. En el cenit de nuestra relación nos tumbamos bajo el Puente de Segovia sin ser capaces de distinguir el cielo. Mirábamos más allá del cemento armado creyéndonos capaces de contemplar la última y definitiva gotera tridimensional. Una buena mañana nos dimos un abrazo. Yo me puse de pie y te espié dormida: la pared dividida en rayas verticales, tus manos sobre el pecho como si no vivieras. Luego dejaste mi ciudad llena de rastros.
El tiempo nos robó con dientes de sierra.
El sol amaneció lleno de pelos.
Ahora en la distancia, amiga, eres tal vez lo más opuesto a nuestra inmediatez.
17 de noviembre de 2016
El 17 de mayo (cuando empezamos a hablar) yo escribía un poema que no trataba de ti. Había una mujer tumbada en una alfombra; el cielo era sintético, improbable, de cloro. Ella decía: no estás solo, G; imagina los ventanales de aquel edificio como un calendario de adviento a escala humana. Una semana antes de ti, la alfombra y la mujer eran reales, de fibras. La mujer había traído un niño de la mano; caminaba inclinado y vestía de fucsia. El niño era tan solo una maleta. Los días de visita resultaban triviales. Su lengua colgante, su cabeza larga. Un día me preguntó por el amor. “Los sentimientos por fortuna no son inteligentes”, dije. “Nosotros tampoco”, añadió ella. Más allá de la charla, el éxito y fracaso de nuestro tiempo juntos dependía únicamente de la estrechez y el grosor. El amor físico es una simple combinación de fricciones. Los martes por la noche siempre hablaba de ella. De ella y de las otras. Mis interlocutores esbozaban una sonrisa incómoda. Luego nombraban a sus padres, el miedo a recaer, la paz mundial. Los días que me escribías yo miraba en tu foto esa cara flexible. Parecías maquillada con vitaminas. Un amigo me contó su cáncer de laringe y le dije perdona, una muchacha negra está buscando sus bragas por toda la casa y tiene que subirse a un avión. Mi amigo ya no estaba cuando volví a escribirle (habían pasado cinco minutos o dos años). Meses antes de ti alguien me dijo: amor, tus testículos son bulldogs, un sinvivir vertical. Alguien me dijo: eres un fardo, G., extremadamente valioso pero imposible de colocar. Ayer el cielo era sintético, improbable, cobrizo. El cielo era una sopa de natillas. La mujer de la maleta apuntó a los juguetes. Dijo: “tú limpias el culo de tu hijo pero él te limpia el alma”. La noche que te despediste me puse a temblar como un bebé buey. Temporalmente, dijiste, permanentemente. Entonces Blanca pronunció tu nombre porque es el nombre de alguien que conoce. Tres días atrás Keats estaba en su mejor momento con Fanny y eso me hizo creer en el futuro. Un instante más tarde la garganta de Keats era lo más parecido a un aspersor de sangre; le enterraron, adiós. La noche que te despediste no logré conectar con ninguna fuente de amor. Tú vivías al borde de tu próxima vida. Habías empleado tanto esfuerzo en marcharte que no existía un modo de que te echases atrás.
A las seis de la mañana repetí tu nombre.
El cielo amaneció como un pelícano acostado.
Había dicho adiós a toda clase de esperanza.