28 de enero de 2014
en la bañera las noches
pensando en ti, siento la piel -¿cómo diría?-
tensa,
si tus ojos me vieran sin control
parental
jurarías que soy un superhéroe.
20 de enero de 2014
Es la chica, otra vez. Parece que se haya cortado el pelo ella misma. Hemos cerrado la puerta y
de golpe no quiero que entre Laura, quiero que nos deje solos. De golpe no quiero que Laura
sepa que he venido, que estoy aquí, que ella y yo nos hemos conocido, que ella y yo nos hemos
hablado. No quiero que Laura sepa que me he dado cuenta de que ella misma se ha cortado el pelo.
El suelo de la habitación está lleno de ropa, cosas que parecen tiradas al azar. Cuesta creer
que todas sean suyas.
En el fondo de mí mismo sé que algo va a salir mal. Que Laura va a entrar, que va a descubrir
algo, que va a haber una fuerte discusión y todo se va a terminar allí.
Miro su colección de discos en el otro extremo de la habitación. Ella duerme casi desnuda sobre
la cama. Si quisiera podría ver la cuesta abajo de sus nalgas, la palidez repetitiva de su cuerpo.
Ahora me muevo muy despacio y algo me dice que no debo mirar. Algo me dice que sería estúpido
no hacerlo.
- ¿Has visto lo que me hice en el gimnasio?
Se baja el mini short con una mano y con la otra levanta la camiseta hasta el cuello.
- ¿Cómo te has hecho eso?, pregunto.
Ahora sus ojos están sobre los míos.
Hablamos.
Por fin me besa y siento que es un beso de Laura que se ha desviado y ha venido a parar a
mi boca. Me produce una sensación tan extraña que me alejo de ella y espero unos instantes
a que desaparezca.
Ha pasado gran parte de la noche y apenas hablamos.
En un momento dado ella ha querido saber si estaba deprimido y simplemente he respondido
que no. Luego me ha dicho que es buena adivinando esas cosas. Por ejemplo, dice, antes te he
visto sonreir y la sonrisa apenas se ha movido de tu boca, como atrapada -hace una mueca
ridícula- incapaz de viajar más lejos.
- ¿Te has fijado alguna vez en la sonrisa de los niños?
Digo que sí.
- Siempre viaja más lejos, incluso puedes sentirla en las costillas o en el cerebro
de la gente, como si fuera una promesa.
Ahora fuma apoyada contra la ventana y yo miro la cubierta de un libro que creo que es
mío, que estoy seguro que es mío, apostaría cualquier cosa a que si hojeo sus páginas encontraré
mi firma en algún sitio.
Nos llegan sonidos del cuarto de Laura.
- ¿A qué hora se va a trabajar?, pregunta.
- Hacia las nueve.
- Sólo quedan dos horas, dice.
Se termina el cigarro, se desarma el pantalón y el sujetador y se mete en la cama. Me mira de golpe.
- ¿Todavía sigues aquí?
He abierto las cortinas dejando entrar la luz. Su habitación y toda la casa están en la primera planta
y los semáforos apuntan a lugares desiertos y demasiado comunes. Unos pocos transeúntes rozan la
ventana, pegados a la calzada como si gateasen.
El aire es denso.
Paladeo en la boca un sabor a final.
Calculo el salto.
Ella permanece sentada en la cama, dándome la espalda.
La voz de Laura se escucha en el salón. Yo me siento en la repisa y me balanceo.
Ella sigue sin decir nada.
Me suelto.
El tiempo de caída es más largo de lo que pensaba. Me quedo esperando en el aire mientras caigo.
Pero no me da miedo. El miedo y cada cosa que considero importante se han quedado de espaldas
en esa habitación.
10 de enero de 2014
Texto: Guillermo Reparaz
Revista Joyce (Enero/Febrero 2014)
4 de enero de 2014
(Imagen: The Great Throwdini. GR)
Aquellos días locos
una gripe infecciosa te mantuvo en la cama
a medio gas.
Tabletas de pastillas hablaban en tus manos más de lo
debido.
El radiador fingía ser una piscina ascendente
sólo de ida. Moscas verdes sobrevolaban tu cuerpo sin descanso, algunas fibradas,
otras huesudas,
aunque me vieron cuidarte día y noche sus ojos de vinilo arquearon las cejas con
superioridad e imitaron el ruido de
cohetes en el
aire.
Tu respiración se hizo tan
valiosa que seguramente Dios crease tubos invisibles
para guardar el soplo y la
Memoria
del soplo.
En algunos momentos me sentí optimista y traté de animarte.
Como cuando te dije que en tu garganta, amor, el aire sería siempre un bucle
infinito. Luego temí que mis ecuaciones sobre el papel
pudieran avivar el hambre de aquel virus, así que regresé al garaje hasta caer la
noche. No recuerdo bien que sucedió primero: si recibimos tus resultados o yo firmé
la dichosa patente.
Lo cierto es que inventé una máquina que calculaba todo.
Un amasijo de hierros tan preciso -escribió un redactor de MondoGeek-
que el Gran Throwdini y sus cuchillos pasaban a la sección de
Variedades.
Eso me permitió saber, por ejemplo, que 6 países abandonarían la democracia antes de tu
desayuno o que 32 únicos astronautas (uzbecos todos)
veían hoy la Tierra del tamaño de un
ácaro. También
aprendí que los aludes se llevaron este mes a
7 monjas de rasgos
lemurianos,
que en nuestro tiempo juntos me dijiste ‘te quiero’ menos de
2 veces
que seguramente no siguiéramos juntos en primavera.