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      8 de noviembre de 2016

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      El último día de 2015 todos mis hombres se juntaron en una habitación. Hablaron de montículos de carne que habían sido manchados con vetas originales, hablaron sobre brechas, sobre energía de muelles, sobre la juventud perfecta. Allí estaban mi abuelo, mi escritor, mi amante; incluso aquel entre mis hombres que había abandonado a su familia. Hablaron sobre Dios. Un sacerdote dijo a varios de ellos que Dios tenía útero. Sucedió en un funeral. El sacerdote dijo: “Dios tiene entrañas maternas. El ser humano, al entregarse a Dios, se cuela en ellas purificándose”. Las vetas originales, dijeron entonces mis hombres uno a uno, esos lunares expansivos en medio de la carne, seguramente vengan del nacimiento anterior, del diseño femenino. ¿Es entonces la mujer (cualquier mujer/todas) un potencial vientre de alquiler de Dios? A continuación vieron series juveniles a tragos de Cacique. Hicieron exactamente lo mismo que habían hecho durante los doce meses anteriores. Robaron sal y aceite a los estudiantes de las otras habitaciones. Hicieron ejercicio hasta ver nódulos y edemas brotando en su epidermis. Aquella noche vinieron todos. Incluso aquel entre mis hombres que había amado a su mujer cada minuto durante doce años. El último día de 2015 todos los días estaban juntos. Invitamos a dos chicas a beber y apuntamos con el ventilador las moles de sus blusas. La melena de ambas se atormentó como en una película de vampiros. Una de las chicas me escribió mensajes vulgares por el teléfono móvil. Los tecleó frente a mí. Los envió. Esperé treinta segundos y los mensajes no llegaron. Al menos yo nunca los recibí en 2015. El último día de aquel año se escucharon canciones que nadie conocía. Acostamos a la otra chica en la habitación de al lado e hicimos el amor con desesperación. Intentamos hacer el amor. Como no funcionó yo me marché de casa y ella permaneció muy quieta entre las bolsas de hielo, las botellas apiladas y el paisaje dormido del nuevo Madrid.
      Han pasado cuatro meses y ahora veo a una chica en la puerta transparente. Tararea una canción y vuelve a mirarme. Tiene una letra en la frente. La letra está impresa en la puerta de cristal y también en su piel, sobre los ojos. Me mira. Quizá por error hoy me senté en su sitio y por eso mira. O tal vez la razón sea más sencilla. Tal vez me mira simplemente porque ha creído ver un hombre aquí, en esta mesa, o tal vez muchos hombres de aquellos meses fáciles.

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