25 de marzo de 2014
(Intercambio inglés/español)
En un zoom de su boca (la pizza devorada, el aceite y los labios) descubrimos el primer géiser activo
en la anatomía de Valerie Shaw. Sobremesa de viernes: mujer negra en sofá y episodio de Scandal en
streaming. Ha metido los brazos en la ropa. Es un canguro a escala humana. Comemos en silencio,
no conozco la Muerte, dice, mi abuelo, mi abuela, incluso los padres de ambos, todos viven felices en
Jamaica. Primera lección de español: cómo eres. Mira desconcertada. Señala la cocina, el brik de leche.
Dice: seguramente ai am todo lo contrario que that thing. Horas después veo su espejo. Su cuerpo en el
espejo. Un negro tan profundo que convoca lo abstracto. Convenimos que sus manos, sus nalgas, su ombligo
pigmentado, son tan sólo las manchas de un abismo. Ninguno de los dos progresa lo más mínimo. Idiomas.
Me dice que tal vez nuestros encuentros no sean más que otro placebo, uno que nos ayuda a olvidar la soledad
de no poder comunicarnos. Anochece en un rincón mirando a la ventana, inmóvil, retraida. La imagino despierta
como una máquina solitaria, cansada de sí misma, como si llevase doscientas noches de Madrid interpretando el
mismo personaje.
Mi telefono vibra. Está preocupada. En una de las sienes, dice.
Le hablo del dolor. Le digo que es una simple migraña.
- Estoy preocupada, insiste.
- Confías en mi, pregunto.
- No eres Dios.
- He tenido más migrañas que Dios.
Su alegato final es una fila de emoticonos irritados.
Se despide por hoy:
- Eres un mal cristiano.
17 de marzo de 2014
7 de marzo de 2001.
El colchón es delgado y áspero. Lo sé porque estoy tumbado en él. Un rayo de sol penetra la
ventana y deja un rastro rubio en la pared.
Los muelles del colchón parecen sus costillas.
De algún modo me siento absurdo y descontextualizado, pero esa tragedia ocurre una única
décima de segundo, hasta que mi cuerpo se agranda y apodera del espacio.
Ahora suena un timbre, el timbre habla con los pies, los pies con las zapatillas, las zapatillas
discuten con la moqueta de fibras.
De golpe entra otra mujer sudamericana y va directa hacia mí. Es mucho más redonda que la
primera, también más alta.
Estamos solos ella y yo.
Entra una española rubia, delgada y con acné. Estamos solos ella y yo.
Entra una española morena, muy joven. Tiene los pechos enormes y asimétricos, se inclina
hacia mi y me dice monada. Estamos solos ella y yo.
En otra habitación, en otro barrio, estoy tumbado boca arriba sin ropa y una señora que ya no
cumplirá los cincuenta me masajea los muslos. Al llegar me ha mirado sorprendida, ha hecho
una extraña mueca y me ha pedido el carnet de identidad.
Tienes una piel preciosa, dice luego más tranquila. Tu cuerpo todavía no está formado.
Le pregunto si puedo tocar bajo sus bragas.
Dice que sí.
En el mismo momento en otra habitación, en otro barrio, la española con acné se tumba junto
a mí y me pregunta qué busco, qué tipo de chica, qué tipo de chica tengo en mente.
Voz aguda, dice: aquí somos muchas, seguro que encuentras una a tu gusto.
Le digo que ella no está mal, miento, le digo que no necesito ver a ninguna otra.
La española con acné se echa hacia atrás. Sonríe. Tiene poco pelo, ojos azules y probablemente esté
bajo tratamiento de cortisona, oxicodona, celecoxib o derivados. Tiene ronchas rojizas en las
mejillas, en el mentón y el cuello.
Has venido del trabajo.
Sí.
Para cambiar las ideas.
Sí.
En la misma habitación estamos solos la sudamericana y yo.
Luce una trama de puntos desde el ombligo hasta el coño, como si hubieran tenido que sacarle algo,
como si una parte de ella se hubiese quedado en otro lugar. Creo escuchar un bebé pero al examinar
detenidamente su cremallera borrosa pienso que lo más probable es que el bebé se haya quedado en silencio.
La española morena me pregunta cómo quiero acabar y yo le digo que mejor se concentre en empezar bien.
Cuando se queda en topless sus pechos aparecen hinchados de venas como la luna delantera de un automóvil
siniestrado. Uno es un globo magenta y mazico, el otro una extraña bolsa de agua caliente.
Cuando me besa es extraño, estoy completamente dentro de su boca, con la lengua tratando de cazar
la suya, pero después de un rato es como si su lengua cazase la ausencia de la mía. Descompasado, triste
y solitario.
Unos segundos antes pienso en esas chicas tumbado sobre el colchón. Pienso en mí. Algunas sentirán tanto
amor contra el paladar, me digo, otras en las palmas de las manos, un amor que nace y muere sucesivamente,
un sucedáneo cuyo único objetivo es olvidar el verdadero amor.
En ese mismo instante una joven preciosa se sienta junto a mi.
Has venido del trabajo.
Sí.
A cambiar las ideas.
Sí.
A relajarte un rato.
Eso.
Estoy nerviosa, dice.
Y yo.
Hace sólo dos días no te hubiese conocido.
Hace sólo dos días los dos estábamos en cualquier otro lugar.
Y ahora estamos aquí.
Sí.
La chica se tumba y yo me tumbo y hay señales pintadas en el suelo y un cartel que dice “no más
de quince minutos” y ella parece aterrada y no hay tiempo para enigmas, hipótesis o excusas; se
queda allí sin hacer nada mientras los edificios se mueven a nuestro alrededor, y las personas, los
perros -en especial los caniches- y también las macetas de los balcones giran; nuestros dos cuerpos
son el eje, el suyo inexpugnable, no es un oscuro merendero ni una hipérbole, no es una anatomía
dislocada, ya lo he dicho, no es una cita a ciegas, no es una dentadura, es una boca, no es una maraña
de huesos, es un pijama, no es una actriz cojonuda, no está entregada de pe a pa a su trabajo, ni siquiera
a este único y dilatado instante, es un manifiesto feminista más que una máquina expendedora; su cuerpo
apenas tiene automatismos, tampoco huellas ni abismos a la vista. Murmuramos en un tono uniforme y
entonces ella vacila, urde un plan que plantea la posibilidad de evadirse del ‘proyecto’, empieza a formularlo y se derrumba.
No sé cómo voy a sentirme cuando termine esto, dice.
Yo sí.
5 de marzo de 2014
Estamos tumbados en la cama. Acabas de decir que somos iguales, parecidos, que no somos tan diferentes, vaya. A continuación nombras una escalera. Miras hacia arriba. Lo dices dos o tres veces. Dices “todas las noches al acostarme veo ese ventilador lleno de polvo”. Asiento. No añado nada más. No sería oportuno decir que al acostarme, yo, noche tras noche, ni siquiera soy capaz de verte a ti.