6 de marzo de 2017
22 de febrero de 2017
Una piscina infantil en un invierno a solas. Una Best Way Steel Pro que alguien ha llenado hasta el borde. Todo empieza con un zumbido mudo. No es culpa mía. Durante la fase de creación celular no entenderé el lenguaje. Será un diálogo sordo en la parte más honda de mí mismo. Aquellas frases cifradas no me hablarán a mí, hablarán de mí. El vientre es una escultura que se moldea sola. Una piscina infantil con estructura de carne. El parto está a punto de ser traumático. Es la norma. El nacimiento es nuestra manera de reclamar el Ser. El nacimiento es un lenguaje sordo que le habla al mundo. Que lo golpea. El nacimiento es un impacto contundente en la piñata del mundo. Mi posición estratégica está a punto de cambiar. De ser Ella a estar en sus brazos, de estar en ella a ser Yo. Al principio me meterán en un cuerpo pequeño, de juguete. Regularmente me irán mudando a otros cuerpos, mientras duerma.
El parto ya ha llegado a su fase decisiva, al instante visual, a la explosión de entrañas, al principio del Yo.
Todos veneran al hombre de la luz, siguen sus instrucciones a rajatabla. El cuerpo de Ella se relaja con el hombre de la luz. El cuerpo de ella tiene partes de ella y tiene partes de mí. La camilla tiene partes de ella y partes de mí en charcos diminutos y pedazos sobrantes. Los guantes quirúrgicos recogen a la vez el ADN de ambos.
El hombre de la luz es más que un limpiador. En esa resta mágica intuitiva el hombre de la luz es simplemente la Luz.
Hoy he empezado a ser de muchos, mi cuerpo lo comparten muchos, como vampiros. Yo soy únicamente aquello que se sostiene, que se transporta, yo soy únicamente un cuerpo que se limpia, que se ve funcionar.
Yo soy únicamente algo que por fortuna ha empezado a funcionar y no planea detenerse a corto plazo.
Los bebés no son más que cuerpos recortados de la placenta. Les hacen un agujero para respirar. Les hacen incisiones en forma de asas para cogerlos de la mano.
Tras la piscina infantil llega un invierno a solas.
7 de enero de 2017/ agosto de 2015
En otro orden de cosas decidí ser práctico con el dolor. Imaginarte embarazada me hizo pensar en huevos de tiburón. Esas bolsitas tensas y acorazadas que el mar distribuía por la orilla. Habías perdido tu cazadora en nuestra primera noche. Llegaste con la frente llena de pecas y entendí que tu cara tenía dos segundos trascendentales. La de Rachel Weisz tenía seis y la de Marilyn Monroe sólo uno. Me intrigaba tu voz ronca. Una palabra tras otra y el aliento se iba desenroscando como un carrete. Tuve una etapa de migrañas. La muchacha peruana de Médicos Sin Fronteras me preguntó por los puntitos al lado de los ojos. Me dijo son preciosos, como tatuajes. Le dije son petequias, muchacha. Le dije son capilares rotos de tanto vomitar. Tú siempre construías las muecas más graciosas. Ahora tu boca tenía la forma de una letra mal terminada, tal vez dos letras (seguramente una en horizontal). Aquella noche, antes de marcharme de casa, una patata de bolsa cayó en la bañera y comenzó a perder su disfraz industrial. Fue un proceso muy doloroso de ver. Tuvimos días buenos. Noches de países en reunificación. Yo decía que era un tiempo robado a nuestras vidas. Corríamos escaleras arriba y sentados en mi sofá nos alejábamos de la ciudad. Estábamos tú y yo, un abdomen tirante como el lomo de un pez, besos tan profundos que rozaban las gargantas. A veces nos sentíamos atacados por un extraño hipo infantil. Yo me colaba en ti como en un auto-stop impaciente. El nuestro siempre fue el triunfo sin intentos, K. Por las mañanas apenas me quedaban reflejos. Tampoco a la ciudad. Tan dormidos los dos que las bocas de los autobuses se acercaban demasiado a las personas. Mis seres queridos nunca sacaron el tema. En vez de preguntarme por mis sentimientos me hablaban de mi barba. De pequeña te habías rascado la frente. Tenías cicatrices como ausencias. Habías arrancado garbanzos microscópicos y sus esquirlas de luz me distraían. Algunos hombres y mujeres (en su escritura) eran más arquitectos que yo, más cerebrales. Yo trabajaba a tientas como un torpe escultor. Confundía a menudo el orden de las cosas y el desenfoque posterior me hacía narrar la realidad como en un periodismo del alma. Durante todos esos días nos fue imposible olvidar la existencia del otro, del tercero, de ÉL. Ni siquiera quisiste pronunciar su nombre. Durante nuestro tiempo juntos yo sólo conversé con la parte de ti que me quería. La otra mitad apenas se expresaba, se limitaba a mirarme con ojos vidriosos. Una tarde nos convertimos sin saberlo en adoradores de helados. Una noche recogimos perlitas de sangre en la base de mi pene. En el cenit de nuestra relación nos tumbamos bajo el Puente de Segovia sin ser capaces de distinguir el cielo. Mirábamos más allá del cemento armado creyéndonos capaces de contemplar la última y definitiva gotera tridimensional. Una buena mañana nos dimos un abrazo. Yo me puse de pie y te espié dormida: la pared dividida en rayas verticales, tus manos sobre el pecho como si no vivieras. Luego dejaste mi ciudad llena de rastros.
El tiempo nos robó con dientes de sierra.
El sol amaneció lleno de pelos.
Ahora en la distancia, amiga, eres tal vez lo más opuesto a nuestra inmediatez.
17 de noviembre de 2016
El 17 de mayo (cuando empezamos a hablar) yo escribía un poema que no trataba de ti. Había una mujer tumbada en una alfombra; el cielo era sintético, improbable, de cloro. Ella decía: no estás solo, G; imagina los ventanales de aquel edificio como un calendario de adviento a escala humana. Una semana antes de ti, la alfombra y la mujer eran reales, de fibras. La mujer había traído un niño de la mano; caminaba inclinado y vestía de fucsia. El niño era tan solo una maleta. Los días de visita resultaban triviales. Su lengua colgante, su cabeza larga. Un día me preguntó por el amor. “Los sentimientos por fortuna no son inteligentes”, dije. “Nosotros tampoco”, añadió ella. Más allá de la charla, el éxito y fracaso de nuestro tiempo juntos dependía únicamente de la estrechez y el grosor. El amor físico es una simple combinación de fricciones. Los martes por la noche siempre hablaba de ella. De ella y de las otras. Mis interlocutores esbozaban una sonrisa incómoda. Luego nombraban a sus padres, el miedo a recaer, la paz mundial. Los días que me escribías yo miraba en tu foto esa cara flexible. Parecías maquillada con vitaminas. Un amigo me contó su cáncer de laringe y le dije perdona, una muchacha negra está buscando sus bragas por toda la casa y tiene que subirse a un avión. Mi amigo ya no estaba cuando volví a escribirle (habían pasado cinco minutos o dos años). Meses antes de ti alguien me dijo: amor, tus testículos son bulldogs, un sinvivir vertical. Alguien me dijo: eres un fardo, G., extremadamente valioso pero imposible de colocar. Ayer el cielo era sintético, improbable, cobrizo. El cielo era una sopa de natillas. La mujer de la maleta apuntó a los juguetes. Dijo: “tú limpias el culo de tu hijo pero él te limpia el alma”. La noche que te despediste me puse a temblar como un bebé buey. Temporalmente, dijiste, permanentemente. Entonces Blanca pronunció tu nombre porque es el nombre de alguien que conoce. Tres días atrás Keats estaba en su mejor momento con Fanny y eso me hizo creer en el futuro. Un instante más tarde la garganta de Keats era lo más parecido a un aspersor de sangre; le enterraron, adiós. La noche que te despediste no logré conectar con ninguna fuente de amor. Tú vivías al borde de tu próxima vida. Habías empleado tanto esfuerzo en marcharte que no existía un modo de que te echases atrás.
A las seis de la mañana repetí tu nombre.
El cielo amaneció como un pelícano acostado.
Había dicho adiós a toda clase de esperanza.
8 de noviembre de 2016
El último día de 2015 todos mis hombres se juntaron en una habitación. Hablaron de montículos de carne que habían sido manchados con vetas originales, hablaron sobre brechas, sobre energía de muelles, sobre la juventud perfecta. Allí estaban mi abuelo, mi escritor, mi amante; incluso aquel entre mis hombres que había abandonado a su familia. Hablaron sobre Dios. Un sacerdote dijo a varios de ellos que Dios tenía útero. Sucedió en un funeral. El sacerdote dijo: “Dios tiene entrañas maternas. El ser humano, al entregarse a Dios, se cuela en ellas purificándose”. Las vetas originales, dijeron entonces mis hombres uno a uno, esos lunares expansivos en medio de la carne, seguramente vengan del nacimiento anterior, del diseño femenino. ¿Es entonces la mujer (cualquier mujer/todas) un potencial vientre de alquiler de Dios? A continuación vieron series juveniles a tragos de Cacique. Hicieron exactamente lo mismo que habían hecho durante los doce meses anteriores. Robaron sal y aceite a los estudiantes de las otras habitaciones. Hicieron ejercicio hasta ver nódulos y edemas brotando en su epidermis. Aquella noche vinieron todos. Incluso aquel entre mis hombres que había amado a su mujer cada minuto durante doce años. El último día de 2015 todos los días estaban juntos. Invitamos a dos chicas a beber y apuntamos con el ventilador las moles de sus blusas. La melena de ambas se atormentó como en una película de vampiros. Una de las chicas me escribió mensajes vulgares por el teléfono móvil. Los tecleó frente a mí. Los envió. Esperé treinta segundos y los mensajes no llegaron. Al menos yo nunca los recibí en 2015. El último día de aquel año se escucharon canciones que nadie conocía. Acostamos a la otra chica en la habitación de al lado e hicimos el amor con desesperación. Intentamos hacer el amor. Como no funcionó yo me marché de casa y ella permaneció muy quieta entre las bolsas de hielo, las botellas apiladas y el paisaje dormido del nuevo Madrid.
Han pasado cuatro meses y ahora veo a una chica en la puerta transparente. Tararea una canción y vuelve a mirarme. Tiene una letra en la frente. La letra está impresa en la puerta de cristal y también en su piel, sobre los ojos. Me mira. Quizá por error hoy me senté en su sitio y por eso mira. O tal vez la razón sea más sencilla. Tal vez me mira simplemente porque ha creído ver un hombre aquí, en esta mesa, o tal vez muchos hombres de aquellos meses fáciles.
1 de noviembre de 2016
Me escribió preguntándome qué tal estás, “quiero hundirme muy hondo/ hasta lo oscuro”, dije, bebió agua en mi salón, sin música, había lavado el vaso previamente para borrar su tacto a grasa, sus pezones eran pequeñas cantimploras, estrujé sus brazos y ella boqueó hacia el edificio de Plaza de España, su cuerpo se hinchó de venas y se mantuvo en apnea demasiado tiempo. La historia había cambiado, lloró de un solo ojo, parecía que iba a morirse pero no se murió.
24 de octubre de 2016
Retenerte anoche hubiese provocado (1) derrumbe en los sentidos, (2) descubrimiento, (3) entrañas. Hubiese provocado desorden y Final y despegar los cuerpos, decidir de quién es esta piel de quién es esta. Un día hablamos de cómo me enseñarías las tetas, las cicatrices en las tetas, las cicatrices en el ombligo, un ombligo que es nuevo, que ha sido creado de la nada. El año pasado tuviste una hemorragia interna y estuviste a punto de morir. Tu mejor amiga se tiró de un puente y aunque sobrevivió tuvieron que amputarle un pie. Su ex se había suicidado y su amante había muerto en uno de los atentados de París. Por las noches tú no conseguías dormir, te despertabas sudando, te amputaban un pie, saltabas desde un puente y te asesinaban en uno de los atentados de París. Hablarte resultaba tranquilizador. Hablábamos de cómo me enseñarías las tetas pero luego nunca nos atrevíamos. Yo sabía que tus tetas me transportarían a otro lugar en ti. En ocasiones parecías muy frágil y sentía ganas de abrazarte. Las ganas de abrazarte me quitaban las ganas de follar. Las ganas de follar contigo me producían rabia contra Lisa. La rabia contra Lisa me daba muchas ganas de marcar tu número. Las ganas de cuidarte me daban ganas de asesinar metafóricamente a Lisa. Todo parecido a un cubo de Rubik emocional que hubiese sido inventado, giro a giro, para acercar y alejar nuestras pasiones humanas.
2 de octubre de 2016
Elise me hace señas desde el otro lado del salón. Tiene rastros de drogas en los caninos.
(Sus caninos son sierras). Avanzo hacia ella y cuando estoy a punto de caer escucho agárrale
“hey tú gigante”
“agárrale”.
El piloto de luz se ha apagado de golpe. Algunos acaban de llegar pero otros llevan aquí cien años.
Los brazos me bloquean y al principio son pelos de perro pero en verdad son migas de palomitas por toda mi ropa. He pasado media hora en el cuarto de baño. Elise me dice qué has hecho allí, me dice recuerda o rucerda o recurda. Cuando Elise dice algo su barbilla se desliza como un cajón de hueso. Un hombre afeminado toca ahora mi piel. El hombre afeminado se llama Paula o Miriam o Yaquetti. Sus límites son rectos y sus manos me palpan. Han puesto mi canción y me dejo llevar por una felicidad de sonámbulo. Estoy hablando con una chica llamada Paula. Paula apunta a mi copa y dice un zapatero.
“cómo”
“ese insecto pequeño que anda en las piscinas”
La mirada de Miriam me crea confusión. Al principio estoy pensando que quiere besarme pero luego localizo mi bigote en el ron.
“un zapatero”, digo
“sí”
Elise se burla desde la distancia.
Yaquetti y yo avanzamos hacia los límites del salón. Todo mi cuerpo está cubierto de luz, de átomos brillantes. Hay pelusas atadas a mi electricidad estática.
Una pastilla efervescente se deshace en mi copa. Le digo es milagroso, mira.
“el qué”
“la pastilla”
“atiende bien”
Durante la próxima canción no existe otra cosa: al entrar en contacto con la materia líquida la pastilla se saca secretos de la manga.
El hombre afeminado toca ahora mi piel. El vahído es real, catódico, cruel.
“no espero algo perfecto”, dice
“me oyes”
“sí”
Mi respiración se atenúa a un ritmo atropellado.
“cómo te sientes”
“mal”
“mis pulmones”
“qué pasa”
“que no funcionan bien”
“que apenas tengo aire”
“que respirar con ellos es como hinchar un globo soplando en una tuba”
El vahído es real, catódico, cruel.
Entonces alguien dice agárrale
“hey tú, gigante”
“agárrale”
Elise tiene cejas de Groucho Marx. Me pide que le líe un porro. Me dice su nombre. Sus cejas son arañas. Me enseña mi habitación esa primera vez. Me dice ahí es donde cenábamos, allí es donde mirábamos hacia afuera. Me dice nosotros somos estudiantes: hay dos italianos y dos finlandesas y luego estamos tú y yo. De Francia, soy de Francia, dice. En el juego de ponerle la cola al burro alguien le pegó dos gruesos bigotes donde debía haber cejas. Elise es muy bonita. Su cara es como un lápiz. En la película de nazis de mi mente, Elise es el chico judío del maletín al que matan a tiros en un callejón.
Yaquetti no se mueve.
“tus bigotes son como insectos nadadores”, dice
“deberían darte información al tacto”
“pues no lo hacen”
Ha empezado a jugar con un hielo en su boca. El tintineo dañará su esmalte dental. Un lumbreras inglés trota alegremente en el salón. Tiene una mancha enorme en plena cara.
Yaquetti me pregunta qué tal vas con eso.
Un precioso hemangioma del tamaño de una ensaimada.
“bien”
Una ensaimada de sangre.
“¿bien?”
Yaquetti se pone de rodillas y me toca suavemente.
“tengo tanta hambre”, dice
“hoy fui al supermercado y conseguí no lanzarme sobre las pizzas congeladas”
“bravo”
“estoy muy orgullosa”
“te felicito”
La música es muy alta. Su vals me machaca: frenillo, lengua, dientes, paladar, soplo…
Hoy Elise despierta con más fuerza. Es más alta, más ruidosa, sus piernas son atléticas, punzantes. Trazo dos líneas sobre el papel, así, digo, así son las piernas de Elise. Hoy escribí unas cuantas horas. Me siento en una hamburguesería. Saco el ordenador. Empiezo a teclear. Elise me pregunta qué escribes y yo enumero temas de memoria.
“son extraños”, dice
“lo son”
“no sabría decir si son interesantes”
Y luego:
“¿a quién se los mandas”
“a gente muy distinta y al mismo tiempo siempre son los mismos”
En los pasillos de casa Elise es una gata, merodea. Tiene esa juventud fronteriza. Al otro lado de su cuerpo puedes intuir que ha tocado, ha mirado, incluso que imagina cada instante cosas de otra generación. Intentar sintonizar con su mente es quedarse anticuado de inmediato. Elise no es mi familia y sin embargo hoy no me queda nada más.
19 de septiembre de 2016
Más allá de la fotografía, el cine o el arte, la escritura ofrece, encerrada en la elección de las palabras y su composición, no sólo la imagen o la voz, sino también una muestra del cerebro del autor. Entiéndase “muestra” no como exhibición. Entiéndase “muestra” como presencia física, como la prueba material de ese cerebro. “Aquí le traigo el libro, a su lado le dejo el cerebro de quien lo escribió; colóquelo sobre un plato sopero porque gotea, como las plantas”. Si el escritor no es torpe, falso, ni carece de talento, cualquier lector dotado será capaz de realizar un estudio completo sobre su mente. Hace poco mis hijos encontraron un cuaderno con textos antiguos, cotidianos. Textos que narraban mi vida de soltero con su madre. Esos textos eran preciosos en su completa falta de interés para el lector. Eran perfectos, inútiles y decisivos para mí. A su lado, en un bote, hallaron mi cerebro.
16 de marzo de 2016
En febrero una canción se instaló en mi cabeza. Pensé: (1) si aprendo a cantarla (2) la grabo en un estudio (3) se la mando a ella (1+2+3) peces ciegos bajarán hasta el fondo (4) tirará la hierba por el fregadero (5) dirá ‘Joder, Demi’ (∞) y no tendrá más remedio que volver.
La escuché por las mañanas camino a la oficina, forcé la garganta, imité la boca desigual de Lana del Rey, imaginé.
Pensé ella ahora le da al play ▻ ruido inaudible previo a la canción ▻ incredulidad hasta la llegada de mi voz ▻ el impacto.
Con el tiempo la canción fue evolucionando en mi mente y en mis cuerdas vocales. Empecé a imitar el rubor inicial de Toby Randall. Había algo de verdad y tanto de mentira en su forma de cantar que decidí sacrificarle por el momento. Añadí palabras omitidas como Kelly Jones, pensé que te gustarían su corte de pelo y su chaqueta de cuero. Hablé con una profesora de canto que conozco. Hablé con otra profesora de canto que conozco. La primera es capaz de convertirte en Edith Piaf. La segunda es una copia de Andrea Corr. Una tarde decidí tocar el piano como Johannes Holzinger para imitar su actuación en The Voice Alemania.
En mis descansos terminé la primera temporada de tu serie.
Aquella noche con los títulos de crédito pensé en ti como Beth y sentí que más tarde te convertías en Sarah. El fin de semana que pasaste con él volviste como Helena disfrazada de Beth y con el tiempo dejaste de disimular.
Entonces pensé en él. En su manera de cantar. Pensé en la melodía de su banco de peces.
Esos peces vivían en tu bajo vientre. Esos seres salvajes se dedicaron a perseguir, arrinconar y masacrar la colonia que yo había dejado. Apenas te opusiste.
Su melodía forzó el cambio. Las mañanas camino del trabajo empecé a variar mi forma de cantar. Limité el espectro de belleza en la voz, levanté las estrofas con una fuerza viva, disfruté del proceso de quedarme afónico.
Tal vez las palabras estuvieran de más, pensé. Tal vez el fraseo fuese la única clave.
Frente al espejo empecé a tararear con rabia.
Aquella noche con los títulos de crédito pensé en él como en Tomas y en mí como en Art.
Mi forma de sentirle a través de ti estaba más cerca del gruñido que del susurro, así que introduje las digresiones nasales y disfruté sobremanera con esa evolución.
Terminé la primera temporada de tu serie y me grabé con una aplicación de Apple Store. El resultado era real, cifrado, ininteligible.
Al escucharme sentí una felicidad descorazonadora. La evolución de mis sentimientos me había guiado desde una ejecución medida y bella hasta la vibración más cruda y molesta de aquel que ha decidido no volver a cantar.
En ese nuevo silencio entonces lo entendí: había empezado a cantarle a él.
La profesora de canto me preguntó si deseaba seguir ensayando.
La profesora de canto (2) me preguntó si deseaba seguir ensayando.
Mi compañero ingeniero musical me recordó la fecha de grabación en su estudio.
Terminé la primera temporada de tu serie.