17 de noviembre de 2016
El 17 de mayo (cuando empezamos a hablar) yo escribía un poema que no trataba de ti. Había una mujer tumbada en una alfombra; el cielo era sintético, improbable, de cloro. Ella decía: no estás solo, G; imagina los ventanales de aquel edificio como un calendario de adviento a escala humana. Una semana antes de ti, la alfombra y la mujer eran reales, de fibras. La mujer había traído un niño de la mano; caminaba inclinado y vestía de fucsia. El niño era tan solo una maleta. Los días de visita resultaban triviales. Su lengua colgante, su cabeza larga. Un día me preguntó por el amor. “Los sentimientos por fortuna no son inteligentes”, dije. “Nosotros tampoco”, añadió ella. Más allá de la charla, el éxito y fracaso de nuestro tiempo juntos dependía únicamente de la estrechez y el grosor. El amor físico es una simple combinación de fricciones. Los martes por la noche siempre hablaba de ella. De ella y de las otras. Mis interlocutores esbozaban una sonrisa incómoda. Luego nombraban a sus padres, el miedo a recaer, la paz mundial. Los días que me escribías yo miraba en tu foto esa cara flexible. Parecías maquillada con vitaminas. Un amigo me contó su cáncer de laringe y le dije perdona, una muchacha negra está buscando sus bragas por toda la casa y tiene que subirse a un avión. Mi amigo ya no estaba cuando volví a escribirle (habían pasado cinco minutos o dos años). Meses antes de ti alguien me dijo: amor, tus testículos son bulldogs, un sinvivir vertical. Alguien me dijo: eres un fardo, G., extremadamente valioso pero imposible de colocar. Ayer el cielo era sintético, improbable, cobrizo. El cielo era una sopa de natillas. La mujer de la maleta apuntó a los juguetes. Dijo: “tú limpias el culo de tu hijo pero él te limpia el alma”. La noche que te despediste me puse a temblar como un bebé buey. Temporalmente, dijiste, permanentemente. Entonces Blanca pronunció tu nombre porque es el nombre de alguien que conoce. Tres días atrás Keats estaba en su mejor momento con Fanny y eso me hizo creer en el futuro. Un instante más tarde la garganta de Keats era lo más parecido a un aspersor de sangre; le enterraron, adiós. La noche que te despediste no logré conectar con ninguna fuente de amor. Tú vivías al borde de tu próxima vida. Habías empleado tanto esfuerzo en marcharte que no existía un modo de que te echases atrás.
A las seis de la mañana repetí tu nombre.
El cielo amaneció como un pelícano acostado.
Había dicho adiós a toda clase de esperanza.