25 de diciembre de 2013

A mi jefa le encontraron un hombre en el cerebro
el perfecto ermitaño en masa blanca, sentado
en diez segundos de glaciar fundiente
con piernas cruzadas a sus
anchas como un elefante
sedado. Un tipo tan pequeño
-según el neurólogo-
que ocupaba un único país
del intelecto. Su soledad enfermiza le hacía
reclamar cosas imposibles: gatos hormonados como de telefilme
viejas pinturas costumbristas
ciudades satélite,
presencias.
En los momentos de mayor desesperanza
cogía un pico y una pala y cercenaba trocitos de cerebro.
Entonces los doctores ataban a mi jefa
para evitar destrozos
e inoculaban sustancias creativas junto a las
cervicales.
Del otro lado del cráneo un señor con bata blanca aparecía de golpe,
abrazaba al ermitaño, le decía:
- Jerónimo no estás solo, mira la pradera infinita
otros duermen allí seguramente, como los perros haciéndose los
muertos. Él enseguida reaccionaba
manso, cumpliendo paso a paso
las líneas de
prospecto.
Aceptaba los brazos de ese hombre
dejaba caer el pico y la pala, le
miraba de frente y le decía:
- Doctor, ¿por qué nadie duerme entonces haciendo el
vivo?