11 de julio de 2015
En otro orden de cosas decidí ser práctico con el dolor. Imaginarte embarazada me hizo pensar en huevos de tiburón. Esas bolsitas tensas y acorazadas que el mar distribuía por la orilla. Habías perdido tu cazadora en nuestra primera noche. Llegaste con la frente llena de pecas y entendí que tu cara tenía dos segundos trascendentales. La de Rachel Weisz tenía seis y la de Marilyn Monroe sólo uno. Me intrigaba tu voz ronca. Una palabra tras otra y el aliento se iba desenroscando como un carrete. Tuve una etapa de migrañas. La muchacha peruana de Médicos Sin Fronteras me preguntó por los puntitos al lado de los ojos. Me dijo son preciosos, como tatuajes. Le dije son petequias, muchacha. Le dije son capilares rotos de tanto vomitar. Tú siempre construías las muecas más graciosas. Ahora tu boca tenía la forma de una letra mal terminada, tal vez dos letras (seguramente una en horizontal). Aquella noche, antes de marcharme de casa, una patata de bolsa cayó en la bañera y comenzó a perder su disfraz industrial. Fue un proceso muy doloroso de ver. Tuvimos días buenos. Noches de países en reunificación. Yo decía que era un tiempo robado a nuestras vidas. Corríamos escaleras arriba y sentados en mi sofá nos alejábamos de la ciudad. Estábamos tú y yo, un abdomen tirante como el lomo de un pez, besos tan profundos que rozaban las gargantas. A veces nos sentíamos atacados por un extraño hipo infantil. Yo me colaba en ti como en un auto-stop impaciente. El nuestro siempre fue el triunfo sin intentos, K. Por las mañanas apenas me quedaban reflejos. Tampoco a la ciudad. Tan dormidos los dos que las bocas de los autobuses se acercaban demasiado a las personas. Mis seres queridos nunca sacaron el tema. En vez de preguntarme por mis sentimientos me hablaban de mi barba. De pequeña te habías rascado la frente. Tenías cicatrices como ausencias. Habías arrancado garbanzos microscópicos y sus esquirlas de luz me distraían. Algunos hombres y mujeres (en su escritura) eran más arquitectos que yo, más cerebrales. Yo trabajaba a tientas como un torpe escultor. Confundía a menudo el orden de las cosas y el desenfoque posterior me hacía narrar la realidad como en un periodismo del alma. Durante todos esos días nos fue imposible olvidar la existencia del otro, del tercero, de ÉL. Ni siquiera quisiste pronunciar su nombre. Durante nuestro tiempo juntos yo sólo conversé con la parte de ti que me quería. La otra mitad apenas se expresaba, se limitaba a mirarme con ojos vidriosos. Una tarde nos convertimos sin saberlo en adoradores de helados. Una noche recogimos perlitas de sangre en la base de mi pene. En el cenit de nuestra relación nos tumbamos bajo el Puente de Segovia sin ser capaces de distinguir el cielo. Mirábamos más allá del cemento armado creyéndonos capaces de contemplar la última y definitiva gotera tridimensional. Una buena mañana nos dimos un abrazo. Yo me puse de pie y te espié dormida: la pared dividida en rayas verticales, tus manos sobre el pecho como si no vivieras. Luego dejaste mi ciudad llena de rastros.
El tiempo nos robó con dientes de sierra.
El sol amaneció lleno de pelos.
Ahora en la distancia, amiga, eres tal vez lo más opuesto a nuestra inmediatez.