Ese señor con las manos en los bolsillos, el mismo que se hurga la nariz con un inhalador, ha cruzado la frontera para renovar su visado en Tailandia. Esos dicaprios con capucha, también. En unas horas emprenderán el camino de vuelta. Amanece a las puertas de Vientiane, capital del país del millón de elefantes, del “millón de insignificantes” también. Así lo bautizaron los reporteros desplazados para la Guerra de Vietnam en los 60 y 70; esos que vieron hacerse de noche de repente, que temieron haber abusado de las drogas y pellizcaron sus brazos esperando despertar. Me lo cuenta la guía del Museo Nacional de Laos. Estamos a las puertas de su edificio colonial. Fuma un cigarro. “Imagina la expresión más grande de terrorismo”, dice, “y te quedas corto”. Ahora me pregunta por la población de un país como España. Le interesan los conflictos, las explosiones, los atentados. Luego suelta una cifra: “500 kilos de bombas”/”¿En total?”, pregunto./“Por persona”, dice. Y añade: “Durante aquellos años eso es lo único que nos deparó la historia”. Entre 1964 y 1973 la Fuerza Aérea de los Estados Unidos lanzó una lluvia de 2.000.000 de toneladas de explosivos en territorio laosiano con el objetivo de debilitar su línea de suministros con Vietnam. “Como un caleidoscopio”, dice. “Levantabas la vista y el cielo se abría en innumerables fragmentos. Cuentan los supervivientes que al impactar con el suelo las bombas despegaban a la gente de sus cuerpos”. Y concluye: “medio siglo más tarde esto parece Disneylandia”. Exagera. Mientras el resto del Sudeste Asiático se encuentra hoy devorado por el turismo de masas, Laos se ha encomendado a la ‘labelización’ de la UNESCO para blindar parte de su riqueza cultural. Así sucedió con Luang Prabang en 1995, cuya herencia real y colonial era plato muy goloso para touroperadores y constructores megalómanos. Su etiqueta de Patrimonio de la Humanidad ha sido garantía de restauración y protección de callejones, pagodas o casas coloniales, que respiran una segunda juventud sin evitar desequilibrios como tuk tuks y motos en vez de gallinas.
(…)
Ahora sentado en una tasca en Luang Prabang. Es el principio de la tarde. Un estruendo de risas porque alguien acaba de invitar a una ronda de Lao Beer. El camarero me explica que la otra bebida nacional es el Mekong. Lo dice con un punto de ironía. Me cuenta que en medio del conflicto una facción extremista juró que sus aguas enaltecían el comunismo, que beber del Mekong era una prueba de fe en la revolución. Una anciana occidental pega caladas a un pito sospechoso. Le pregunto qué fuma y me responde ‘budismo’. A unos metros un niño con triciclo introduce en sus pantalones una larga pistola de juguete. Realiza el gesto de forma teatral. Luce manchas de pintura roja en las mejillas y la frente, a modo de heridas de guerra. Su imagen me distrae. Morir de forma imaginaria en Luang Prabang, me digo. Al levantar la cabeza la señora no está. Le pregunto al camarero y me responde que no se ha marchado. Sigue ahí, dice riendo, y apunta con un dedo al cuenco de cerámica, ese con varias colillas en donde arde (en miniatura) una montaña de cenizas. Luang Prabang es el paraíso cultural y religioso del país, famoso por sus 32 templos, sus residencias tradicionales de madera, sus casas de estilo antiguo colonial y su naturaleza privilegiada. También es la ciudad de las ofrendas, centro del budismo teravada, de los 80 monasterios y donde un vendedor de joyas me encuentra parecido con Mahatma Gandhi. Merece la pena una visita el Vat Xieng Thong, Templo de la Ciudad Dorada, acercarse a las cataratas de Kuang Si y contemplar 360º de vistas desde el Vat That Chonsi, en lo alto del Monte Phou. Viajar por el país es aún una aventura: baches, socavones, paradas, curvas y estrecheces. Recorrer cien kilómetros por carretera es tan largo y costoso que exige varias horas de zig zags, operarios despejando los caminos y calor insoportable. Eso hace que los cruceros a través del Mekong sean una alternativa ideal como inmersión en la cultura laosiana, entrando en contacto con las poblaciones de las orillas. Uno de los destinos más singulares de Laos, rozando la Ciencia Ficción, es la Llanura de las Jarras. En el autobús de ida le he pedido a una niña que me escribiese algo para ti y me ha preguntado si estamos casados. La Llanura de las Jarras es una zona natural que reúne miles de vasijas de roca. Nadie conoce exactamente su origen ni utilidad, y hay multitud de leyendas relacionadas con restos de hace más de 2.000 años. Otros imprescindibles son Champasak y las Cuatro Mil Islas en el sur del país, y más recientemente el renovado Van Vieng, que ha abandonado un pasado turbulento de drogas, alcohol y muertes accidentales de turistas para convertirse en un refugio de naturaleza en estado puro. Allí paso unos días de turismo activo. Ahora es un puente levadizo de metal. Aparcamos las bicicletas para evitar precipitarnos una decena de metros. Estamos aquí para visitar la cueva de Tham Phu Kham, sagrada por los laosianos y muy popular por el lago azul verdoso de su entrada. Aparentemente no hay nadie para recibirnos y la gente se impacienta. Un adolescente de la zona nos pide unas monedas. Va repitiendo la operación con todos los turistas.
- Esta es la cueva más importante de Laos, dice un alemán dándose importancia.
El muchacho responde:
- Esta es la cueva más cerrada.
(Fotografía: Alex Rivera).