Acabo de fumar la última hierba de mi vida. Son las dos y veintitrés de la madrugada y es oficial: soy periodista. No se trata de méritos ni premios; no he hecho absolutamente nada para conseguirlo. Creo haber fumado demasiado- inteligencia artificial- e imagino la vida como un paseo en el interior de un tubo transparente. Rumbo fijo, cazadora de cuero, Seattle, joystick, esteroides. Desde el tubo tengo la fantasía de poder hacerlo todo, de caminar en cualquier dirección. Todos los caminos están a la vista pero nuestras pisadas se limitan al tubo de cristal. El interior. Solos. Los demás no existen al no estar en nuestro tubo. Atrapados. Podemos verles y amarles porque el tubo responde a los cambios de temperatura, a los ataques de aromas y sabores. Si ellos existieran harían lo mismo, pero ¿pueden sentirme ellos? No. ¿Puedo sentirles yo? Tampoco. No puedo vestirme con su cuerpo ni asomarme a las cuencas de sus ojos para espiar afuera. No puedo, y si no puedo es que no existen. Esa es la única verdad. Acabo de fumar la última hierba de mi vida y pienso que nuestra ruptura me hace olvidar el tubo. Nuestra ruptura me hace sentir vivo porque me hace sentir muerto. Pienso que después de una ducha no recordaré estúpidos tubos, y que las cosas de ti que echo de menos ninguna ducha podrá quitármelas.