Ema, en nuestra única noche juntos alguien vomitó las tripas en la basura y una expedición a lo ‘boyscout’ puso en cuarentena aquella bolsa escaleras abajo. Entretanto miré por la ventana y la ciudad me pareció sin vida. Stromboli me preguntó si me había fijado en tu chaqueta de pieles y le contesté que sí. No lleva nada debajo, dijo apretando los dientes, por supuesto que lleva, protesté. Stromboli estaba convencido de que eras esa clase de chica y yo le dije que no, que tú no, Ema. Uno de esos cotilleos inagotables, el radiador siseaba con fuerza y me arrastraste hasta un salón lleno de sillas. Nos llamó la atención la geometría perfecta en la mandíbula de un joven cheroqui (más tarde descubrimos que se trataba de jugador de fútbol americano recién llegado de México DF). A su lado un francés con mono de garaje explicaba que su empresa estaba a punto de nacer. Soy ingeniero, dijo, y acabo de patentar unos globos aerostáticos por control remoto capaces de grabar el movimiento de los barcos en alta mar. He firmado un contrato con el ejército francés. Así que vas a ser millonario, añadió alguien con entusiasmo, pero él no respondió, tenía la mirada fija en el cheroqui. Otro mexicano con ojo de cristal empezó a hablar de su amigo. Dijo que era una leyenda. Dijo que en la final del campeonato había acelerado en la pista, sesenta mil espectadores imagínate, y él a zancada limpia, su nombre rugiendo en las gargantas. Tonterías, dijo el francés, pero nadie pareció escucharle. El mexicano del ojo de cristal se dirigió a su amigo: Ernesto, enséñanos el torso, dijo. El joven de mandíbula perfecta se levantó la camiseta para dejar a la vista una cicatriz rudimentaria con forma de P, una escarificación, nos explicó su amigo, eso siempre sucede cuando entras en Pumas, llenas tus tripas de tequila, chupas todo lo que puedes y luego rompes la botella y la clavas en tu pecho y dejas que mane ese jugo vital mientras sigues bebiendo, y escribes una P con buena caligrafía a escasos centímetros del corazón. Tonterías, repitió el francés con agresividad pero el cheroqui regio de mandíbula perfecta apenas se inmutó. Bebió otro trago de su botella y un escalofrío debió recorrer su torso a la altura de la cicatriz, quizá rememorando esa suerte de punzadas, porque la piel se erizó y su cerveza hizo volar algunas gotas sobre nuestros zapatos en una forma que me hizo pensar en la casa de la cascada de Frank Lloyd Wright.