Te digo que estabas en la entrada, que parecías muy sola en aquella fiesta con música tan alta. Yo había aparecido con Stromboli, mi compañero del círculo literario y “atractivo hasta la médula” en tus propias palabras, con quien te habrías “fugado a cualquier parte del mundo”. Me dices que no me habías visto llegar, que no sabías siquiera que yo te hubiera mirado, que te sorprende que sea tan observador. Penetramos los pasillos el uno junto al otro y a nuestro alrededor sucede muy deprisa. Han unido diez, doce apartamentos y aunque avancemos sin descanso he aquí un nuevo salón, otra cocina, un dormitorio diferente. Llevas una chaqueta de pieles que hace pensar que no tienes nada debajo, Ema, pero sí que tienes. Te digo que estabas en la entrada y que había dos chicas que parecían gemelas. Me repites una y mil veces que no has visto a esas chicas en toda tu vida. Todos están fuera de sí, palabras ininteligibles, un muchacho canta ésta es la noche de los delgados y lo cierto es que él es tan delgado y yo soy tan delgado y a quién le importa. Encontramos una habitación llena de escombros, ocho personas me preguntan sucesivamente por mi piel, si ese pálido extremo es mi auténtico color, te digo que pareces diferente a las demás, con la mirada perdida, como si hubieras entrado por puro accidente. Aquellos jóvenes pirados y sudorosos y uno de ellos es estúpido hasta decir basta y grita que la decoración es muy fea, que habría que lobotomizar al dueño. Al fondo vemos a Stromboli, “ahí está tu amigo”, dices, y él domina los tiempos de esta fiesta, en ocasiones con la cabeza hacia atrás, vociferándole a un grupo de muchachas incapaces de mirar hacia otro lado, y otras veces estático, en silencio.