Steve Jobs era una rata de garaje. En el diminuto habitáculo los días son idénticos. Pero no estaba solo. Steve Jobs le decía a su amigo Wozniak: tú crees que será posible realizar esta idea. Wozniak se reía. Me cortaría un maldito brazo a que no es posible, Steve, qué cosas se te ocurren. El mundo de Steve Jobs tenía menos reglas que dedos de una mano, pero las pocas que había eran inamovibles. Una de las reglas de Steve Jobs era que Wozniak, su amigo, nunca se equivocaba. Amigo Wozniak decía, tienes mucha razón, y se paraba a mirar los esqueletos de pizza y el fogonazo de neón tiñendo sus melenas. Pero un instante después se incorporaba de nuevo y colocaba su mano sobre el hombro de Wozniak. Hey Woz, decía, juguemos a algo estúpido quieres, juguemos a que es posible, siquiera, intentarlo. Steve Jobs detestaba los ordenadores. Él soñaba con crear una máquina que fuera más veloz que la mente humana. El problema es que su mente iba cada vez más deprisa y el proyecto se volvía más ambicioso. Un día en el garaje trazaron una línea. Un eje cronológico. Tardarían varias décadas en acometer su objetivo. No se desmotivaron en absoluto. Pocos años después, cuando su pequeña criatura veía la luz, con barbas afeitadas y camisas de rayas, Jobs le dijo a Wozniak: lo importante allí abajo no eran mis ideas, lo importante siempre fueron tus atajos. Si nuestro razonamiento fuese tan intuitivo como sus manzanas, diríamos que un grupo de mecánicos cambió por siempre el mundo. (Joyce. Noviembre 2011)