A veces una estatua de bronce, a veces un árbol, en ocasiones un ser humano. Sus retratos evocan las tres dimensiones: agrietados, porosos, atravesando el papel. Nostálgicos de Beckett el inconsolable, de Beckett el puro, enamorado de la vejez y amoroso de su enfermedad. Como si el gran estímulo de su vida hubiera sido, sin más, desvanecerse. Se hizo famoso por la desnudez de su estilo, por lo cortante de sus frases y la mirada de águila. Él fue pureza contra cerebralismo, y su arte consistió en reducirlo todo hasta la esencia. Sin retórica. Su necesidad vital de sencillez sigue contenida en una frase que le dijo a Charles Juliet: “Esta noche he tenido un largo insomnio y he pensado en una obra de teatro”, dijo. “Durará un minuto.” Siempre fue meticuloso en su forma de vestir, amante de los tejidos y apasionado por su tactilidad. Y a pesar de ser muy sobrio y muy formal, supo permitirse excesos sentimentales, como esa boina de cuero que le regaló Suzanne. Incluso supo ironizar con el estilo: “El cliente: Dios hizo el mundo en seis días y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses/El sastre: Pero señor, mire el mundo y mire su pantalón.” Ajeno a su éxito, a su Premio Nobel, a las arrugas, las canas, la palidez, siempre fue consciente de su falta de talento para la felicidad. Triunfó sin embargo en muchas otras cosas: siendo perfecto a su manera, hermoso, único, auténtico y real. Con una visión capaz de taladrar profundamente, y convirtiendo -ante los ojos sorprendidos del mundo literario- el Yo en un lugar. Su obra fue algo más que simple materia gris. Gris Beckett. (Joyce. Febrero 2008)