En el avión de ida, una señora le pide a su hijo que deje de llorar. “Pinta a un señor”, le dice. El niño responde: “Ya he pintado varias familias”. En el museo de Valenciennes el guía asegura que un Rubens en tu salón puede perturbar tu tranquilidad, mientras que un Watteau siempre armoniza. Retroceso. Sobrevolamos París y la madre vuelve a regañar a su hijo. “Venga, pinta a una señora”, dice. Ahora el niño responde: “Píntame tú a mí”. Puedo ver el mismo desafío estético en la mujer que se agarra al micrófono entre las ostras y el vino blanco. Martine Aubry. Y he recordado una sensación anterior, mientras cruzaba la ciudad; esa intuición de otra persona a mi espalda, activando a mi paso luces y desfiles. Esa mano invisible agarra ahora el micrófono con finos dedos -en su discurso de bienvenida a la prensa- y asegura que nunca ha habido tanta urgencia de cultura en el mundo. Silencio. En Lille nadie mueve un palillo de hurgarse dentro de la boca. La alcaldesa prosigue: “Tengo la seguridad de que el arte puede servirnos a cada uno de nosotros para abrirnos a los demás”. Esta noche nuestro guía es adicto a las previsiones climáticas. Pierre. Presentaciones. Si Justin Timberlake tuviera cara de recién levantado, se llamaría Pierre. Esta noche el circuito se detiene en lugares emblemáticos de Lille, convertidos en soportes de obras temporales. En la plaza Ilôt Comtesse, un enorme círculo de tubo translúcido dibuja recorridos de luz perpetua. Ahora más rápido. Ahora más despacio. Aunque los borrachos de la esquina continúen inmóviles, sus ojos se agarran y tropiezan en curvas de trance circular. Claroscuro. Gentileza de Daniel Buren. También he visto un edificio como una oruga levantada, y un bosque suspendido en el aire, con los árboles del revés -haciendo el pino- como si quisieran probar la sensación de bajarse la sangre a la cabeza. Lucie Lom. Golpe de efecto. Y he pensado en distintas lecturas para Lille, en sus progresivas capas de profundidad. Alguien ha dicho: “Esta ciudad no sólo se visita con los sentidos”. Reflexión. Esa frase me ha vuelto a la memoria cuando leía una entrevista a Stuart Seide, director del Teatro del Norte. Esta celebridad regional nacida en Brooklyn se hace preguntas in crescendo. “¿Por qué el francés fue mi primer idioma en el colegio?”. Pausa. “¿Por qué a los dieciséis años lloraba descubriendo a Phèdre?”. Tiemblo. Stuart Seide sonríe delante de las cámaras: “En los retratos me gusta todo menos la cara”. Más tarde he soñado que Seide y Aubry son la misma persona, y que la dibujante de cómics adolescente del programa de madrugada de TF1 es la misma que luego operan de tiroides en la siguiente emisión. Me despierto tumbado sobre el vientre en el Hotel Arts Déco, con un mensaje en el móvil que dice: Lluvia fina en Roubaix. Calzado cómodo. Gore tex. Descubrimos la ciudad con el mentón levantado. Y luego a ras de suelo sus detalles. (…) Hace sólo unas horas aterrizábamos. Alguien asomado a la ventanilla declara: Lille es más pequeño de lo que imaginaba. Su compañero responde: Es que este avión es muy grande. (Joyce. Mayo 2005)