Días en Champagne. Madrugadas a cuclillas en el Valle del Somme. A ratos escribe, desde el rasguño colosal en medio de la tierra. Luego dispara. La guerra, anota, es la madre de todos. 1916 y clava las rodillas temblando entre la lluvia. Pausa. Una mancha de hombres se desploma. Peligrosamente libre, inmune, astuto. Fue Ernst Jünger: cronista de un siglo de horrores. Ni inocente espectador ni intelectual acobardado. Él estuvo allí. En la primera. En la segunda. Y regresó. Fue testigo de la muerte de un millón de hombres sólo para que los aliados ganasen diez kilómetros. Sobrevivió a dos grandes monstruos -Hitler y Stalin- en casi medio siglo. Y siguió adelante. Su elegancia y buen porte nunca trepidaron. Ni tampoco su espíritu: su impulso nos guió durante más de cien años. Teniente. Novelista. Pensador. Entomólogo. Jünger rechazó su vida burguesa para enfrentarse a lo excitante y lo inaudito. Leer, estudiar, mirar, analizar. En ocasiones le bastaba con el mundo exterior. Otras veces viajaba dentro sí mismo. Su vida fue un cóctel de André Gide, devastación y ácido lisérgico. Aquí está un hombre libre, diría Mitterand del probo centenario. Ese anciano vital, pálido, lumínico. Supo enfrentarse a la catástrofe con traje limpio y buena cara, alternando el fuerte brío militar con el aura del bohemio y buscador de coleópteros. Pero la fuente de su elegancia no estaba a la vista. A veces su largo cuello dibujaba una curva sensual sobre la espalda. Entonces, una idea que arrancaba en la punta de sí mismo era capaz de encender a muchos otros, irrumpiendo en las mentes como una bengala. (Joyce. Octubre 2007)