Madrugada en Bangkok. No cerrarán nunca. Los diminutos camareros de Kao San Road echan largas cabezadas sobre las mesas de los restaurantes. Sólo algunos resisten despiertos, anotando pedidos. Ahora esconden la cabeza entre las piernas, esperando el siguiente turno. Un grito al otro lado de la barra y algunos se desperezan. El dueño del local regaña a la camarera más joven mientras la obliga a fregar el estrecho pasillo. - No puedes tirar más cerveza por que no existen vasos de dos litros. Nadie diría que son las cuatro de la mañana. De vuelta a la guest house. Un monje adolescente levanta la vista para contemplar la imagen de David Beckham en la fachada de un edificio. El futbolista del Manchester United repite sin cesar un ligero movimiento de cintura en la enorme reproducción de neones. Me mintieron. En las agencias aseguran que no hay nada más grande que el Buda acostado de Wat Pho. El chico compara la camiseta de fútbol con su toga azafrán, antes de seguir recogiendo el almuerzo junto a la verja de los puestos de comida rápida. Me marcho hacia el norte en un viejo camión de mercancías. Loei. Un kilómetro equivale a cinco octavos de milla. Resulta extraña la habilidad de los thais para llevar a todos sus hijos al colegio en un solo viaje. Hasta cuatro personas en la misma moto. Hoy es día de celebraciones. Así me lo explica el turista sentado a mi izquierda, el que apoya los pies sobre la jaula de gallinas. - La gente está muy contenta porque han conseguido separar a dos niñas siamesas en Bangkok Siriraj. Un vendedor de fruta nos explica que se trata de la tercera operación de este tipo que tiene éxito en Tailandia. - La tercera de catorce intentos. Añade. La gente acude a visitarlas por la intensidad con la que sonríen. Hace una pausa. - Nos gusta pensar que todavía podemos hacer algo por nuestros hijos. He perdido casi una hora en un centro de Internet, antes de poder ocupar un ordenador. Alterados, los niños de la calle Sridonchai se agolpan contra las pantallas para probar su habilidad en los juegos en red. Decenas de ampliaciones del Counter Strike. Battlefield. Mission Barbarose to Berlin. Mientras sigan guardando unas monedas sobre la mesa, no les afectará la puntería de los francotiradores. Ni siquiera los gases ni las explosiones. A su lado, un par de monjes con la cabeza pelada aporrean las teclas, buscando a su Buda del ICQ. En Chiang Mai, las chicas aparcan sus motos y te piden que te subas. En el puente Nawarat una chica hace que su amiga se baje y me invita a subir con ella. Boom Boom -dice sonriendo-. La otra cruza la calle para hablar con un occidental muy mayor. “Prefiero a los viejos porque son los más generosos”, me explica la joven antes de rendirse. Cuando me marcho en la otra dirección puedo escuchar su voz por última vez. - Los hombres mayores, dice. Ellos sí me respetan. Me viene a la mente una frase de un periodista de The Nation, que con razón escribió que “Muchos de los turistas que viajan a Tailandia están más interesados por las bellezas naturales del país que por su vida nocturna. Sin embargo, para muchos de ellos, las bellezas de Tailandia sólo salen de noche”. Un monje adolescente del Wat Phra Sing recorre el patio sin camiseta, dejando a la vista el enorme tatuaje de un dragón en el pecho. Saca un cigarro y me dice que no puedo hacerle una foto. Habla muy despacio, arrastrando las vocales de una forma que recuerda a James Dean. - Es imposible sacarme una foto -dice- porque no existen los monjes con tatuajes. Sonríe. Luego se viste y se va. En los próximos días le veo repetir el mismo juego con otros turistas. Tu orgullo es aun más grande que tus votos. En Mae Hong Son. Si miras al noroeste puedes ver Myanmar. Me introduzco con un grupo de occidentales en las cabañas de las mujeres jirafa. El poblado no tiene otra actividad que la de los autobuses con aire acondicionado. Estímulo: los discursos de los guías en distintos idiomas, repitiendo sin cesar la palabra ‘karen’. Respuesta: Silencio de flashes. Escondo mi cámara en la mochila y me siento detrás del concurrido párking. A sólo unos metros, una niña con el cuello escondido tras docenas de aros analiza en el suelo lo que parece la piel de una mantis religiosa. No la toques- me pide- porque su antigua dueña podría volver a buscarla. 9.00. Estamos a punto de desembarcar en Houeysay. Una veintena de tailandeses, un inglés que podría ser el doble de Vincent Cassel y yo. En el río Mekong, todos miran a popa. Entre nosotros, un adolescente con una Kalashnikov habla a su hermano menor. Mi compañero occidental propone una hipótesis. - Le cuenta mentiras sobre el ser humano. Su cuerpo es muy pequeño. Podrías derribarlo de una bofetada. Nadie parece preocupado por la presencia del arma. Luego nos preocupará más su repentina ausencia. Cuando navegamos muy cerca de la orilla, las niñas lanzan bolas de arroz para espantar a las rocas. A nuestra izquierda: Laos. Tailandia a la derecha. No he calculado las horas hasta llegar a Koh Pha Ngan. Sentado en una barra de Hat Rin Beach, escenario de la Full Moon Party. Un cartel cerca de la orilla. Cuidado con los baños después de las cinco. Punto. Medusas. Punto. Dos personas muertas la semana pasada. El camarero es un niño espigado con las espaldas anchas. Habla por los codos. - Los días de luna llena, me explica, los monjes de los monasterios se rapan la cabeza. A mi espalda, unos occidentales bailan con la mandíbula desencajada. - Si masticaran algo -dice- podrían tocarse el pecho con la barbilla. En la Full Moon Party nadie esconde las drogas. Punto. El camarero de Hat Rin Beach me confiesa que en su tiempo libre entrena duro para convertirse en luchador profesional de Muay Thai. Más tarde le recordaré en Bangkok, bajo las puertas del anfiteatro Ratchadamnoen, en la velada de los jueves. - Mi padre boxeó durante cinco años -dice-, hasta que los médicos dejaron de buscar por qué su cuerpo no aguantaba más de dos asaltos. Impaciente. Antes de marcharme, critica a las asociaciones de ayuda a la infancia por impedirle luchar hasta que sea un hombre. Un apretón de manos y fotos de jóvenes desaparecidos en la corteza de los árboles. Calles ocupadas por los perros. Bangkok. No me atrevo a dar un paso más. Un grupo de perros espía a los transeúntes desde el suelo. Cargadas con sus mochilas, unas niñas caminan entre las patas y los morros. Los perros les devuelven la mirada. Recreo en las minas. Un niño de unos ocho años apuesta su dinero con otro mayor. En el suelo de arena colocan dos billetes doblados en uno y retroceden veinte pasos. Se miran. Luego lanzan sus zapatillas contra el dinero. Gambling. Otros niños se aprietan contra las verjas. El que logre un mayor número de impactos se llevará las rupias. Influyen factores como la puntería y el tamaño de la zapatilla. Mientras los dos chicos apuestan, un turista inglés de origen mexicano se acerca muy enfadado. - ¿Cómo se dice en castellano tirar algo por la boca?, pregunta. - Escupir. - Pues ese chamaco me escupió dos veces. El chico de 8 años ha vuelto a ganar. Recoge sus billetes con aire de duelista y desaparece dentro de la mina. Con el cuerpo cubierto de polvo, deberían olvidar un gesto tan natural como llevarse las manos a la boca. (Joyce. Abril 2003)